lunes, 28 de septiembre de 2015

Llámalo como quieras (II).

     Tropecé fuertemente y caí. No sólo había caído mi cuerpo sino que con él se vino abajo mi razón. Con la rodilla raspada y dolorida, mis ojos no podían despegarse de aquella mujer que caminaba al otro extremo de la calle. Ella, sin inmutarse, siguió su marcha hasta perderse en la esquina.
     Dí un salto para levantarme, con la ropa y los pensamientos alborotados. Me dispuse a alejarme cuando por accidente, logré ver que algo brillaba al límite de la rambla, debajo del último árbol. A paso lento, avancé hacia el objeto luminoso. Al llegar lo tomé en mis manos: era un collar extraño, de un encanto impresionante. Las grecas y los picos, aunque alineados, no quitaban lo amorfo de la pieza. Seguí observando cada detalle que en él encontraba, cuando un soplido gélido comenzó a salir de la figurilla. El frío era tan intenso que parecía quemar y, sin más, todo alrededor parecía cristalizarse...
     —Hola, ¿podrías devolverme mi collar?—. Sí, era ella. La sonrisa blanca y pura, los labios salvajes, la poca cordura que se podía mantener antes sus pechos, la cintura estrecha y las caderas infinitas, las piernas firmes y proporcionadas... Era ella.
     —¿Hola?
     —¡Ah! Perdón, perdón. Claro que sí, toma— dije entregándole el collar en las manos. Eran unas manos heladas, un lugar frío para un alma sola, y sin embargo, tan acogedor. Fui subiendo hasta topar con sus ojos, y el mundo dejó de girar, y la gravedad dejó de existir. El silencio cobró vida en los gritos de nuestras miradas y un estallido golpeó mi corazón. 
     No, esa mujer no podía pertenecer a este planeta, no a esta tragedia. 
     —Tienes razón, no puedo. 
     Había leído mi pensamiento. De su collar se desprendió un pico que en un instante se estiró. Dando giros feroces terminó en mi garganta y volví al suelo. 
     Y se alejó hasta eclipsarse en una explosión luminosa, mientras la sangre enervante fluía y fluía.
Y cerré los ojos...

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