domingo, 31 de julio de 2016

Me gustas (II).

Sé que quizá no sea el momento. Sé que quizá te hubiera gustado saberlo de otro modo. Pero me gustas y no puedo guardarlo por más tiempo, o de otra manera podría desvanecerme. 
     Que por qué me gustas, me preguntas; y yo no sé como responder. Las razones son más que evidentes y sin embargo tan difíciles de explicar. Pero vamos a hacer un intento:
    Me gustas por toda esa ternura que de tu cuerpo se desprende. Esa ternura que desde que te conocí no hace más que crecer y seducirme. Me gustas con una intensidad incontrolable y sin compasión, con la delicadeza exacta de las tormentas. con la furia enorme del corazón. ¿Sabes? Hacía tiempo que no sentía estas vibraciones en mi cuerpo. Hacía tiempo que no me maravillaba con la presencia de una mujer. Sólo tú has venido a alterarme con esas miradas de complicidad. Miradas que se quedan en mi cuerpo temblorosas, como el mar después de un día en sus adentros. ¿Cómo negar que es fácil perder el aire entre tus ojos? ¿Cómo decir que has entrado en mi mente en un gobierno que promete ser dictadura? 
        Me gustas. Y si pudiera elegir a alguien de quien enamorarme, serías tú.
      Me gustas por tu alegría, aquella que me contagias cada vez que te veo. Esa alegría que desde niña te conozco. La misma que trasladas con el viento sin importar distancias. Me gustas porque contigo he aprendido un nuevo lenguaje: el lenguaje de las sonrisas. Sonrisas a distancia, mensajes ocultos, cariño en el aire. Paz.
     Sí, tu sonrisa es el Dios que le hace falta a este infierno. Si el caos tuviera un nombre, estaría escondido entre tus labios. Por favor, sigue sonriendo a la vida, y de ser posible, guarda un poco para mí...

     


viernes, 15 de julio de 2016

Muerte y transfiguración.

«Un día por accidente paré
y esperé que la luna también.
Pero no eres luna de esta tierra
mucho menos de mi mundo»
-Axel Anael

La muerte le sentaba bien. 
     No hacía más que estar ahí, sin hacer nada, y eso bastaba para saber que no volvería más. Tenía una sonrisa que perturbaba a todos los presentes, tan singular e inmutable que parecía seducir con intención premeditada. Los cabellos bajaban por su espalda, en espirales cada vez más bellos y castaños. Una blusa blanca de estilo tradicional discreto dejaba al descubierto unos hombros claros, tan coquetos como esa última mirada que brindó en el respiro final de su existencia.
     Murió sin dejar rastros. Murió desamparando testigos. 
     El grito caluroso de los Cuatro vientos anunciaba su llegada y su despedida. Ella sin moverse, sólo desapareciendo. ¿A qué hora, en qué lugar, qué día tendría la dicha de un reencuentro? Quizá en algún día de mi niñez donde solía ser valiente, donde no había vergüenzas ni arrepentimientos. Entonces pasaban cosas. Ahora suceden menos. 
     En fin, ella moría y yo agonizaba. De rabia y de impotencia se van las mejores cosas. Con el corazón aullando y las fuerzas retenidas me di por vencido. Subí a la camioneta y la vi alejarse estática. La muerte le sentaba bien. Lucía aún más dulce y alegre que hacía unos segundos. No entendía como podía reír sabiendo que nos dejaba sin conocerla. Sin un nombre al cual recordar, sin un beso al cual extrañar, sin una anécdota con la cual trasnochar. Vaya fortuna para el mundo de los muertos, ella estaría allí. 
     Una tregua concluyente sucedió al pasar a su lado. Cinco segundos: tiempo de gloria. El ruido quedo del motor declaraba que ya no había oportunidad en el espacio. 
     Era el final de su vida pero el principio de una transfiguración. Ella, ella no estaba muriendo. Sólo era la metamorfosis. Ella se convertía en Dios...



domingo, 3 de julio de 2016

Enamorado de una impostora (segunda parte).

Sentado en la orilla del colchón intenté asimilar las cosas: durante tres días seguidos una misma chica se había aparecido en mis sueños; el primero cuando la conocí; el segundo cuando la hice mi novia y el tercero cuando todo terminó. Hacía ya una semana de esto y no se había vuelto a aparecer. Como una sombra vino y como una sombra se fue, sin hacer ruido y sin siquiera conocerla en la realidad. 
     Tomé un trozo de lienzo, mi paquete de pinturas y un par de pinceles. 
     —¿A dónde vas, Enrique?
     —Al parque que está a la vuelta. No tardo. 
     El parque estaba solo de un lado y con un anciano alimentando palomas del otro. Tendí una manta sobre el pasto y acomodé mis cosas. No tenía la certeza de qué era lo que estaba haciendo pero sí de lo que estaba buscando: a ella. El rostro comenzó a aparecer en el cuadro, con los ojos grandes, la boca pequeña y las mejillas ligeramente coloradas. Tenía las cejas gruesas, el cabello castaño y ondulado y la frente estrecha. Los colores cubrían la tela con rapidez, un pincelazo y nacía el cuello delgado, coqueto, como esperando la llegada de un beso demorado. Uno más y los hombros jugaban con mi imaginación, tersos y hechizantes, que luego daban paso a un par de pechos redondos, pequeños, reconfortantes. Las piernas eran lo mejor, puras y seductoras, con la grandeza de saberlas libres, únicas y bien formadas. Por supuesto, no me olvidé de la cereza. Tomé un poco de rojo y la coloqué: brillaba como una estrella en el centro del universo, infernal, sangrienta, amorosa...
     Sentí como una mano tocaba mi espalda y se hundía hasta mi corazón. Di media vuelta y la vi, su mano seguía dentro de mí. Nos miramos. Ella dio un apretón y un destello inundó el lugar dejándome ciego por unos minutos. Fueron segundos de oscuridad desesperada. Cuando por fin mis ojos lograron ver algo, corrieron hacia la pintura: era una figura sin rostro. Un camino floral iba de la cabeza hasta la cereza, que en un instante también desapareció. 
     De pronto sentí paz, una calma que llegaba hasta los huesos. Toda mi carne había encontrado sosiego y placidez. El cuerpo me vibraba y cosquilleaba de manera apasionante. Entonces lo entendí: estaba enamorado, enamorado de una impostora. Alguien que sin permiso se había resbalado entre mis pensamientos, alguien que sin esperar consentimiento robó tres noches de mi vida, alguien que decidió permanecer anónima, enigmática como la vida misma. Estaba enamorado, porque el mejor cariño a veces viene de un completo extraño, porque los mejores amores llegan así, de repente y sin aviso, porque...
     —¡Wow! !Que bella pintura! ¿Tú la hiciste?— dijo una chica que pasaba por allí.
     —Sí. 
     —Yo también pinto un poco. Mira.
     Y sonrió. Nuestros labios se mantuvieron callados pero nuestras miradas gritaban una revolución. Era como estar en una película muda. Sacó de su mochila un boceto que se dispuso a continuar. Se sentó a mi lado y me miró. Tenía unas pupilas penetrantes, como de jaguar. Ella volvió los ojos al trabajo. Nadie decía nada; ella pintaba y yo la observaba. Sobre el viento viajaban frases, una canción apacible y miles de sentimientos. Eché un vistazo a su pintura: era una mujer... era ella.