sábado, 27 de febrero de 2016

Museo andante.

Tres de la tarde con cinco minutos. El caos de la ciudad se redujo a un silbido en mis oídos, que sólo puede ser escuchado al cerrar los ojos. La tranquilidad que en ese momento me invadía parecía ser excesiva, y no obstante, bastante placentera. Al abrir los ojos me encontré con decenas de personas circulando por el centro de la ciudad. El turibús paseaba con un montón de extranjeros que se empeñaban en tomar fotos a casi todo lo que veían. Algunos chicos vulgares levantaban el dedo medio a los fotógrafos visitantes y otros cuantos se limitaban a reírse del acto. Me levanté y caminé rumbo al palacio de Bellas Artes, pero tan sólo después de unos pasos decidí ir en otra dirección. Al llegar a la calle Justo Sierra doblé a la derecha y continué mi caminata, que se detuvo frente al antiguo Colegio de San Ildefonso. 
     «La belleza de lo imperfecto» se leía en un cartel al lado de la puerta de entrada. El título sonó tan atractivo que decidí entrar. La arquitectura del lugar siempre me ha gustado, o quizá sea más correcto decir que me fascinan las fachadas antiguas. 
     La fila de personas era corta y avanzaba con agilidad. Era mi turno, cuando detrás de mí sentí un ligero golpecito. «Lo siento», dijo una voz tierna y melosa, «venía leyendo y no calculé mi distancia». «No te preocupes», respondí. Era una chica bajita, con el cabello a la altura de los hombros y los ojos rasgados tipo oriental. Pero no era asiática, claro estaba. Eran de esos ojos excepcionalmente bellos, pequeños y brillantes, como sólo las mexicanas pueden lucirlos. 
     Entramos a la exposición, más mi atención no pudo centrarse jamás en lo artístico del museo, sino en la pieza majestuosa y monumental que había chocado conmigo minutos antes. Era delgada pero bien formada; las caderas anchas y mesuradas, las piernas parecían esculpidas por el mejor escultor de la antigua Grecia, una cintura de abeja y el cuello de lo más apetecible. No caí en cuenta de lo rápido que pasó el tiempo, pues de la nada, ya nos encontrábamos de nuevo afuera del espacio de exposiciones. Ella decidió subir al segundo nivel y quedarse ahí unos momentos. Desde abajo lucía espectacular, como princesa de balcón. Permanecí observándola embobado. hasta que ella se percató de mis miradas. Me sobresalté, lo cual provocó una sonrisa tímida y coqueta por su parte. ¿Eso no debería considerarse también un delito? Sonreír de esa manera podría acabar con la razón de miles de ingenuos como yo.
     Resignado a mi cobardía, salí del lugar decidido a volver a casa. Todavía deambulé unos minutos antes de meterme en el horno de nueve vagones: el metro. A esa hora seguramente iría a tope de gente y sería difícil transportarse, pero mi tranquilidad me orilló a no tomarle importancia. 
     Para mi sorpresa, la estación Revolución se encontraba casi vacía, con varios asientos disponibles. Ingresé al cuarto vagón y tomé asiento. Al llegar a Chabacano me bajé para tomar el transborde hacia la línea verde. Nuevamente me encontré con un tren bastante tranquilo. Ahora tomé asiento en el tercer vagón. Cuando las puertas estaban a punto de cerrar, la chica asiática-mexicana entró deprisa y se sentó a mi lado. No advirtió mi presencia, pues nuevamente iba sumergida en su lectura. ¿O acaso ni si quiera me había reconocido? «De amor y otras muertes horribles» por José de la Serna, era el dichoso libro que la entretenía tanto. 
     —Tiene usted unos ojos realmente preciosos— le susurré al oído, interrumpiendo su lectura. No supe de dónde había surgido el valor, pero ahí estaba, y no pensaba dejar que se extinguiera.
     —¿Ah sí?— dijo en respuesta, igualmente directo a mi oreja. 
     —Sí. ¿Sabe qué más me encanta de usted?— formulé de manera provocadora.
     —Muero de ganas por saberlo.
     —Su educación y sencillez. Si yo hubiera estado en su lugar, probablemente habría ignorado cualquier tipo de coquetería. En verdad agradezco que no sea así.
     Soltó una risita infantil. Era claro que no era eso lo que esperaba escuchar, sino algo más sensual y explícito. Toda esta conversación se mantuvo entre los labios y el oído. Nuevamente me acerqué, y con aire de misterio y lentitud, musité:
     —¿Por qué seguimos susurrando?
     Una nueva carcajada ya no tan retenida se escapó de su boca. 
    —Fernando Figueroa.
     —Patricia Delgado.
     Nos dimos la mano y un beso en la mejilla. 
     —El próximo sábado, a las tres, te invito un helado.
     —A la orden capitán. Ja, ja, ja.
     Y realmente eso era. No le estaba preguntando, sino informándole que era un hecho que nos veríamos. Porque a las mujeres suele gustarles la seguridad. El truco está en no hacerles preguntas sino afirmaciones. Esto, claro está, no responde a una ley universal.
     Sorprendentemente al mirar la estación en la que el metro se había detenido, me di cuenta de que ya estábamos en Iztapalapa, a tan sólo una parada de mi destino. ¿Había tardado tanto en hablarle?
     —En la siguiente bajo. Nos vemos el sábado.
    —Deberías darme tu teléfono.
    —No lo necesitaremos, Toma eso como una garantía de que ambos nos presentaremos sin falta.
     —¿Y si tengo algún inconveniente?
    —Confío en que harás lo imposible por deshacerte de él y acudir a nuestra cita.
     Le di un suave beso en la comisura de los labios. Sus ojos se cerraron llenos de ternura y pasión. El tren se detuvo, las puertas se abrieron y yo salí de ahí.
     En un asiento de aquél vagón del metro viajaba la que quizá podría ser la estatua de una diosa antigua que había cobrado vida. Una hermosa escultura que habría escapado del museo más prestigioso del planeta, un cuadro de Van Gogh o el lienzo sagrado de un rey pasado. No había arte que pudiera superar la belleza que se encontraba dentro de aquel museo andante. 
     Vaya uno a saber las grandes reliquias que guardaba dentro. Pero estaba dispuesto a averiguarlo...
     



martes, 16 de febrero de 2016

El hombre de cristal (Un breve brote de soberbia).

Obsérvame. 
     Mírame con detenimiento. 
     ¿Lo puedes ver? No hay secretos en este lugar. Todo es transparente, frágil y honesto. 
     Toca con cariño cualquier región de este cuerpo y te darás cuenta que puede desbaratarse en un segundo. Así es. Dame un poco de calor y de ternura, sólo un poco de muestra de afecto y ante ti tendrás a un guerrillero que cubre tus espaldas. 
     Si ves a través de mis ojos, sólo verás la parte trasera de mi cabeza. Verás lo que hay detrás de mi nuca. No esperes encontrar belleza, galaxias o refugio. Aquí hay nada. Todo es tan puro y sincero que lo único que puede ofrecerte esta mirada alucinante es la realidad, lo que todo el mundo esconde. Si de casualidad te llegas a encontrar en el reflejo de estas pupilas marrón, siéntete feliz: ya formas parte de una pequeña fracción de mundo sin mentiras. 
     ¿Qué te parece mi boca? ¿Demasiado ancha? ¿Sin chiste? Qué más da. Aquí encontrarás las palabras más explosivas que jamás imaginaste. De aquí brotan voces de amor loco y sangrante. Nunca aceptes que te ame sino piensas soportar el dolor que te causará la ausencia de este troglodita. No dejes que te hable al oído si no quieres perder la razón. No dejes que bese tus labios si no puedes soportar la demencia. No te molestes en discutir conmigo porque mi lengua avienta argumentos invencibles. No, no, no. Estoy exagerando. Pero si no tienes ni una pizca de lógica ni razón, ahí sí que no lo intentes. O como gustes, a veces me divierte la estupidez (Si tienes un gran guión de debate, estaré contento de charlar contigo, incluso si salgo perdedor). 
     Ahora concéntrate en mis oídos. Escucha todo lo que ellos gritan. Murmura todo lo que su sordera impone. Ellos sabrán ser pacientes cuando te aqueje algún penar. Procesarán Todo, escupirán algún consejillo barato por mis labios y olvidarán Todo, como Todo un caballero. 
     No te molestes en ver mi nariz, pico de ave que no sirve más que para detectar su olor. 
     Pero no dejes de mirar mis manos, ni tampoco mi corazón. Ambos forman parte del único sentido exitoso en mi materia: el Tacto. Cuando te acaricie con los dedos creerás que lo hago con el corazón, y cuando este último te toque el alma, creerás que te arrullo entre mis garras. Pero también sé tocar con el lápiz, con el bolígrafo y el pincel. Si quieres vivir el roce de una letra, un boceto o un lienzo, basta que tomes mi brazo, y encontrarás el placer inmisericorde. 
     Finalmente, mírame completo. ¿Te parece que soy el que creías que era? Ya sé, ya sé; esto suena tan inmodesto, tan poco maravilloso, que hasta yo me odiaría. Un ratito no más. 
     ¿Te parece que soy el que creías que era? Por supuesto que no. Ni aún con esta ficha informativa lo lograrías...
     



jueves, 11 de febrero de 2016

Efecto placebo.

«El término "efecto placebo" fue acuñado por el anestesista americano Henry K. Beecher en 1955. Henry observó que al menos un tercio de los pacientes mejoraron cuando se les suministraba un placebo, es decir, se les suministraba una pastilla semejante a un medicamento habitual con mismo color, forma y sabor, pero sin ningún efecto farmacológico...»
 ¡Miénteme!
     Estoy enfermo de lo único que parece contagiar irremediablemente a todo el mundo: el virus del amor. Hace días que me encuentro débil, moribundo y seco. Hace días que mis manos, mis ojos y mis labios recordaron cada milímetro de su ausencia. Hace días que he querido correr por tu auxilio. Hace días, que lo único que quiero gritar es:
     ¡Miénteme! Dame un amor falso. Haz que me enternezca con tus pensamientos inocentes y dulcemente pervertidos. Debilita mis piernas con esa mirada explosiva. Déjame quieto y loco mostrándome tus pupilas. Paraliza mis latidos con un suave roce de labios y arráncame el corazón con besos intensos. Entrégame tu cuello y el lunar de tu hombro derecho. Déjame reposar en tus pechos hasta tranquilizarme por los días malos. Condúceme hasta tu vientre, seduce mis sentidos. Intenta evitar que juegue con tu ombligo aún cuando ambos sepamos que eso te gusta. Disfruta del sexo oral y del apretón de nalgas. Haz un huracán al mostrarme tus piernas y dame alas para llegar a tus pies.
     Acaríciame y deja que mi cuerpo sufra terremotos de placer. Bésame y detén el tiempo cuando sonrías. Háblame al oído diciendo que me quieres hasta erizar mi piel. Platícame mil y un tonterías, dos o tres importancias y una avalancha de nimiedad. Muéstrame tus ojos tristes y hazme sentir que soy un super héroe que resguarda tu paz. Deja que acaricie tu mejilla. Permite que te escriba poesía y te recite algunos versos baratos. Dame todo al punto de creer que soy el hombre más afortunado del universo.
     Hazlo, Por favor. Hazlo.
     Como ella lo hizo algún día.
     Como ella...
     ¡Como ella!
     ¡COMO ELLA!
     Aunque sea mentira. Aunque no sea más que una dulce ficción.
     Necesito creer que hay una cura.
     En pocas palabras, quiero que me hagas el amor, sin siquiera tener que serlo.
   
   


martes, 2 de febrero de 2016

Síndrome de Frégoli.

A final de cuentas estamos sólo tú y yo. Pero esto no es lo que esperaba. 
     
Nos dimos un último beso, señal de que todo estaba extinto. Con lentitud impúdica comenzó a retirar las sábanas y a vestirse. Todo en ella era pureza, sinceridad y pasión. 
     —Mucha suerte— dijo. La puerta soltó un chirrido triste y con un suave golpe se cerró. Esto no era una tregua, ni mucho menos una prórroga, era el final. Jamás hubiese dejado que se marchara sino fuera porque a mi lado, ella no hacía más que sufrir. El peor enemigo no siempre es malvado, a veces, la bondad es tan mortal como el infierno mismo. ¿Cómo vencer a quién te deja sin aliento? ¿Cómo combatir a quién no hace más que cuidarte? 
     Lo admito, la extrañaré. Extrañaré cada rincón de su cuerpo, cada lunar, cada roce. Extrañaré los cielos y los abismos, los gritos y los silencios, los adioses, las bienvenidas...

     Me enrosqué entre las cobijas, decidido a dormir unos minutos más. Mi cuerpo estaba tenso. Mis ideas volaban cual pájaro ciego, de aquí para allá, a gran velocidad, hasta estrellarse con las paredes de la realidad. 
     No podía estar más en ese lugar. Me vestí, me puse los zapatos y comencé a caminar con pasos retrasados y a tanteos. Me detuve un momento e intenté concentrarme. Uno. Dos. Dí rápidas pero controladas inhalaciones y exhalaciones. Seguí respirando con los ojos cerrados hasta que estuve seguro de haberme recuperado. 
     —¿Se le ofrece algo más, señor?
     —¿Mariana?
     —¿Perdón?
     No. No era ella. Era la recamarera, que no pudo evitar mirarme con extrañeza e incertidumbre. «Disculpe, la confundí. De hecho ya voy a retirarme, muchas gracias». Crucé la puerta y entré al elevador. «Buenos días», «Buen...» ¿Tú aquí? No, no, no. «¿Se encuentra bien?», «Claro, es sólo que... disculpe».
     En cuanto el ascensor se detuvo, salí a toda prisa, buscando el auxilio de las calles de los suburbios. Deambulaba sin rumbo ni misión. El bulevar se encontró vacío durante los primeros cinco minutos, después repetidas sombras se aparecieron, impasibles y tranquilas. Llevaba la mirada gacha, creyendo que miles de ojos se detenían a verme. «¡Este sujeto está loco!», seguro murmuran entre ellos. 
     Con las manos en los bolsillos seguí avanzando a paso nervioso y agitado. Los murmullos se hacían cada vez más fuertes y las pisadas vecinas me hacían temblar de angustia. Millones de sonidos repiqueteaban en mis oídos al borde de lo insoportable. 
     Y todo cesó.
     Choqué con una mujer de estilo vulgar, de "contratos compra-venta": «Te compró un tiempo que tú mismo haz de pagar. A cambio te vendo mi cuerpo, que sin duda disfrutarás», parecía ser su slogan, que llevaba tatuado en las piernas y los pechos descubiertos, en sus labios carmín y sus ojos de gata. 
     Concentré mi vista en su rostro... ¡Mariana! Me eché para atrás completamente aterrorizado. Di giros sobre mi propio eje tratando de encontrar una mano amiga... ¡Ninguna! ¡Miles de Marianas se encontraban a mi alrededor, con cara de burla estrafalaria y punzante!
     Estaba la Mariana secretaría y la bombera, la prostituta y la maestra, la estudiante y la camarera. 
     Pero ¿cuál era la real?

**

     Aunque las paredes no muestran más que una blancura ilusoria, te sigo viendo en todas partes. En el doctor que me atiende y en la enfermera que me alimenta. En los platos, almohadas y rendijas.
     A final de cuentas estamos sólo tu y yo. Pero esto no es lo que esperaba. 
     No hay duda: las peores locuras vienen tejidas con fibras de amor...