domingo, 7 de agosto de 2016

Mendigando amor.

No fue una tarea fácil.
     Después de varios adioses y bienvenidas apareciste tú; sin un par de ojos excepcionalmente bellos, sin un cuerpo exquisitamente tentador ni el detalle perfecto de estar siempre a mi lado. Apareciste sin más, con una sonrisa en el rostro y miles de flechas apuntando a mi corazón. Todas dieron en el blanco.
     Llegaste para perturbar todo este aburrimiento rutinario, para terminar con la monotonía del la vida sin emociones. ¿Y de qué ha servido? Así como llegaste comienzas a esfumarte, con la misma rapidez con la que se extingue un cigarrillo, con el mismo paso de un caracol apresurado. Así te vas, sin prisas y al mismo tiempo sin intenciones de quedarte. Está bien, tampoco puedo retener algo que no existe. Fue lindo sentir lo que sentí. No es enamoramiento pero vaya que se le parece. Ahora es tiempo de seguir buscando aquello que encontré en ti, el entusiasmo, las risas compartidas, la alegría envenenada.
     ¿Dónde, dime dónde? Si tuvieron que morir tres lunas antes de encontrarte, si el sol tuvo que apagarse para poder mirarte, si las nubes tuvieron que llorar para poder contenerme. ¿Dónde, dime dónde? ¿Segura que podré hallarte en alguien más? Que quede bien claro: si el amor no es sedentario, es por culpa de un interés vagabundo.
     Es curioso, pasé mis días escribiéndole a nadie sin gran inspiración, y ahora que te tengo a ti, simplemente no atino qué decir. 
      Pero estás desapareciendo. Haz sido el adiós mejor bienvenido al que me resigno. Para ser sinceros no quiero que te marches. No quiero sin más, expulsar de mí la inquietud de saberme enloquecido. ¡Se siente tan bien! No te apartes, por favor. 
     Y si al final de cuentas decides no quedarte, no tendré más opción que seguir entregándome a la indigencia. No tendré más opción que seguir mendigando amor. 




domingo, 31 de julio de 2016

Me gustas (II).

Sé que quizá no sea el momento. Sé que quizá te hubiera gustado saberlo de otro modo. Pero me gustas y no puedo guardarlo por más tiempo, o de otra manera podría desvanecerme. 
     Que por qué me gustas, me preguntas; y yo no sé como responder. Las razones son más que evidentes y sin embargo tan difíciles de explicar. Pero vamos a hacer un intento:
    Me gustas por toda esa ternura que de tu cuerpo se desprende. Esa ternura que desde que te conocí no hace más que crecer y seducirme. Me gustas con una intensidad incontrolable y sin compasión, con la delicadeza exacta de las tormentas. con la furia enorme del corazón. ¿Sabes? Hacía tiempo que no sentía estas vibraciones en mi cuerpo. Hacía tiempo que no me maravillaba con la presencia de una mujer. Sólo tú has venido a alterarme con esas miradas de complicidad. Miradas que se quedan en mi cuerpo temblorosas, como el mar después de un día en sus adentros. ¿Cómo negar que es fácil perder el aire entre tus ojos? ¿Cómo decir que has entrado en mi mente en un gobierno que promete ser dictadura? 
        Me gustas. Y si pudiera elegir a alguien de quien enamorarme, serías tú.
      Me gustas por tu alegría, aquella que me contagias cada vez que te veo. Esa alegría que desde niña te conozco. La misma que trasladas con el viento sin importar distancias. Me gustas porque contigo he aprendido un nuevo lenguaje: el lenguaje de las sonrisas. Sonrisas a distancia, mensajes ocultos, cariño en el aire. Paz.
     Sí, tu sonrisa es el Dios que le hace falta a este infierno. Si el caos tuviera un nombre, estaría escondido entre tus labios. Por favor, sigue sonriendo a la vida, y de ser posible, guarda un poco para mí...

     


viernes, 15 de julio de 2016

Muerte y transfiguración.

«Un día por accidente paré
y esperé que la luna también.
Pero no eres luna de esta tierra
mucho menos de mi mundo»
-Axel Anael

La muerte le sentaba bien. 
     No hacía más que estar ahí, sin hacer nada, y eso bastaba para saber que no volvería más. Tenía una sonrisa que perturbaba a todos los presentes, tan singular e inmutable que parecía seducir con intención premeditada. Los cabellos bajaban por su espalda, en espirales cada vez más bellos y castaños. Una blusa blanca de estilo tradicional discreto dejaba al descubierto unos hombros claros, tan coquetos como esa última mirada que brindó en el respiro final de su existencia.
     Murió sin dejar rastros. Murió desamparando testigos. 
     El grito caluroso de los Cuatro vientos anunciaba su llegada y su despedida. Ella sin moverse, sólo desapareciendo. ¿A qué hora, en qué lugar, qué día tendría la dicha de un reencuentro? Quizá en algún día de mi niñez donde solía ser valiente, donde no había vergüenzas ni arrepentimientos. Entonces pasaban cosas. Ahora suceden menos. 
     En fin, ella moría y yo agonizaba. De rabia y de impotencia se van las mejores cosas. Con el corazón aullando y las fuerzas retenidas me di por vencido. Subí a la camioneta y la vi alejarse estática. La muerte le sentaba bien. Lucía aún más dulce y alegre que hacía unos segundos. No entendía como podía reír sabiendo que nos dejaba sin conocerla. Sin un nombre al cual recordar, sin un beso al cual extrañar, sin una anécdota con la cual trasnochar. Vaya fortuna para el mundo de los muertos, ella estaría allí. 
     Una tregua concluyente sucedió al pasar a su lado. Cinco segundos: tiempo de gloria. El ruido quedo del motor declaraba que ya no había oportunidad en el espacio. 
     Era el final de su vida pero el principio de una transfiguración. Ella, ella no estaba muriendo. Sólo era la metamorfosis. Ella se convertía en Dios...



domingo, 3 de julio de 2016

Enamorado de una impostora (segunda parte).

Sentado en la orilla del colchón intenté asimilar las cosas: durante tres días seguidos una misma chica se había aparecido en mis sueños; el primero cuando la conocí; el segundo cuando la hice mi novia y el tercero cuando todo terminó. Hacía ya una semana de esto y no se había vuelto a aparecer. Como una sombra vino y como una sombra se fue, sin hacer ruido y sin siquiera conocerla en la realidad. 
     Tomé un trozo de lienzo, mi paquete de pinturas y un par de pinceles. 
     —¿A dónde vas, Enrique?
     —Al parque que está a la vuelta. No tardo. 
     El parque estaba solo de un lado y con un anciano alimentando palomas del otro. Tendí una manta sobre el pasto y acomodé mis cosas. No tenía la certeza de qué era lo que estaba haciendo pero sí de lo que estaba buscando: a ella. El rostro comenzó a aparecer en el cuadro, con los ojos grandes, la boca pequeña y las mejillas ligeramente coloradas. Tenía las cejas gruesas, el cabello castaño y ondulado y la frente estrecha. Los colores cubrían la tela con rapidez, un pincelazo y nacía el cuello delgado, coqueto, como esperando la llegada de un beso demorado. Uno más y los hombros jugaban con mi imaginación, tersos y hechizantes, que luego daban paso a un par de pechos redondos, pequeños, reconfortantes. Las piernas eran lo mejor, puras y seductoras, con la grandeza de saberlas libres, únicas y bien formadas. Por supuesto, no me olvidé de la cereza. Tomé un poco de rojo y la coloqué: brillaba como una estrella en el centro del universo, infernal, sangrienta, amorosa...
     Sentí como una mano tocaba mi espalda y se hundía hasta mi corazón. Di media vuelta y la vi, su mano seguía dentro de mí. Nos miramos. Ella dio un apretón y un destello inundó el lugar dejándome ciego por unos minutos. Fueron segundos de oscuridad desesperada. Cuando por fin mis ojos lograron ver algo, corrieron hacia la pintura: era una figura sin rostro. Un camino floral iba de la cabeza hasta la cereza, que en un instante también desapareció. 
     De pronto sentí paz, una calma que llegaba hasta los huesos. Toda mi carne había encontrado sosiego y placidez. El cuerpo me vibraba y cosquilleaba de manera apasionante. Entonces lo entendí: estaba enamorado, enamorado de una impostora. Alguien que sin permiso se había resbalado entre mis pensamientos, alguien que sin esperar consentimiento robó tres noches de mi vida, alguien que decidió permanecer anónima, enigmática como la vida misma. Estaba enamorado, porque el mejor cariño a veces viene de un completo extraño, porque los mejores amores llegan así, de repente y sin aviso, porque...
     —¡Wow! !Que bella pintura! ¿Tú la hiciste?— dijo una chica que pasaba por allí.
     —Sí. 
     —Yo también pinto un poco. Mira.
     Y sonrió. Nuestros labios se mantuvieron callados pero nuestras miradas gritaban una revolución. Era como estar en una película muda. Sacó de su mochila un boceto que se dispuso a continuar. Se sentó a mi lado y me miró. Tenía unas pupilas penetrantes, como de jaguar. Ella volvió los ojos al trabajo. Nadie decía nada; ella pintaba y yo la observaba. Sobre el viento viajaban frases, una canción apacible y miles de sentimientos. Eché un vistazo a su pintura: era una mujer... era ella. 
     




domingo, 26 de junio de 2016

Enamorado de una impostora (primera parte).

«Su nombre era Gretchen. Hacía algunas semanas que había llegado a la ciudad después de un largo viaje desde Alemania. A pesar de ser extranjera, hablaba español como una verdadera mexicana. Era muy gracioso oírla decir "wey", "ya se amoló la cosa" o "pinche chamaco" (sus frases más típicas). Pelirroja, de tez clara y con pecas en la cara, gustaba de mi compañía. El día de su llegada y después de su presentación frente al grupo, tomó asiento a mi lado, susurró un dulce "Hola" e inmediatamente se quedó quieta, atenta a cada palabra que salía del maestro Eduardo. 
     Casi nunca recuerdo cómo conocí a alguien, pero por lo menos tenía presentes algunas vivencias. Sin embargo, por alguna razón no recordaba absolutamente nada de ella (a excepción del día en que apareció y ahora, que estaba a mi lado). Vestía una falda que le llegaba hasta las rodillas y una blusa floreada con un ligero escote que dejaba lucir ligeramente unos pechos firmes, abismales. Nadie decía nada; ella pintaba y yo la observaba. Sobre el viento viajaban frases, una canción apacible y miles de sentimientos. 
     Eché un vistazo a su pintura: era una mujer...».

     Desperté. 

     «—No importa por qué ni para qué, apareciste en mi camino y punto. Y estoy aquí sin motivos, parado frente a ti, precisamente para provocarlos. 
     Me miraba. Sus ojos brillaban más que nunca; un mar de luces que me llevaban al naufragio. Por un momento no supe qué decir, estaba en shock. ¿Cómo pude permitir que me mirara? Levantó su mano hasta alcanzar mi mejilla y, con roces apenas perceptibles, paseaba su pulgar de oreja a labios. 
     —Acepto— me dijo. Me acercó a su boca y me besó. Sus labios eran blandos, jugosos, como mangos. Su piel desprendía un aroma a frutas y podía sentir su respiración tibia en mi rostro. El frío se adueñó de mi cuerpo; era extraño, parecía estar besando a un fantasma. 
     Nos separamos, jamás en mi vida había sentido un beso que me dejara en llamas, era un hombre incandescente. Abrí los ojos, ¡su apariencia había cambiado! Ahora era rubia, ojos color turquesa, un tanto espectrales. Inspiraban miedo a pesar de su hermosura. Era distinta en su imagen, pero tenía la certeza de que seguía siendo la misma persona. Nos dimos otro beso, y otro más. Nos sentamos en un banco mientras ella se acomodaba para empezar a pintar. Cuando cruzaba las piernas dejaba al descubierto un tatuaje de una amapola bien definida sobre el muslo derecho.  
     Nadie decía nada; ella pintaba y yo la observaba. Sobre el viento viajaban frases, una canción apacible y miles de sentimientos.
     Eché un vistazo a su pintura: era una mujer. Morena, candente, con unas pupilas penetrantes, como de jaguar...»

     Desperté. 
    
     «Nos despedimos con una caricia nocturna. 
     —Hasta nunca. Te deseo lo peor— dijo con una sonrisa. 
     —Me lo merezco— respondí con una sonrisa igual de radiante. Estaba feliz. Los finales felices también se dan entre las grietas. Nos sentamos unos minutos en la cama, ella sacó su lienzo y comenzó a pintar. Nadie decía nada; ella pintaba y yo la observaba. Sobre el viento viajaban frases, una canción apacible y miles de sentimientos. Eché un vistazo a su pintura: era una mujer. Morena, candente, con una pupilas penetrantes, como de jaguar. Estaba desnuda, la cintura no estaba tan marcada pero era sensual; los cabellos cubrían sus pechos y sobre su ombligo resbalaba miel, que parecía brotar de ahí mismo y caía hasta el recinto sagrado. 
     —He terminado— anunció, mientras ponía la última gota de rojo sobre la cereza que colocó en la vagina. Levanté la mirada y la mujer rubia había desaparecido, como lo hizo antes la pelirroja. La mujer de la pintura ahora estaba sentada a mi lado con una cereza entre las piernas. La tomó entre sus dedos y se la llevó a la boca. Después se levantó y salió de la habitación. 
     Seguía desnuda».

     Desperté. 

     


Pintura: Juben C. Iwag

domingo, 19 de junio de 2016

Los románticos de Cadereyta.

Diez de la mañana. 
     Tenía todo listo para partir —o al menos eso creí—, así que tomé mis cosas y salí del departamento. El destino era Querétaro, mientras aquí, bajo un ruido que no cesa, la ciudad de México se vestía de sirenas policiales, preludios futbolísticos y sombras desconocidas. 
     Hice una primera parada en los Correos de México, pagué el monto del paquete y retomé mi camino. Ya con un poco de prisa decidí apresurar el paso, rebasando a los lentos desconsiderados que se afanaban en obstruir el paso. No quería pensar en cosas importantes, así que hice una observación rápida y sin sentido: dos de cada diez personas que me encontraba, lo hacían mirando un teléfono celular, sin prestar atención a lo que ocurría afuera, en el mundo real. ¿Qué tan sintético se ha vuelto el humano y qué tan lejos se encuentra de su naturaleza? 
     Ya en Ciudad universitaria, tomé la ruta 4 del pumabús. Quince minutos bastaron para revolucionar todo mi organismo; el miedo irracional hacia la extrañeza de lo desconocido siempre fue un enemigo para mí. Importaba poco mi inexperiencia en investigación, el verdadero terror era el hecho de convivir cinco días con un montón de rostros anónimos y voces que hasta hoy me permanecerían ajenas, mudas, inexistentes. ¿Sería un martirio sin prórroga o un goce excepcional? 
     —¡Hola! Qué bueno que viniste...— me dijo Linda Mariana al verme. Vamos a tardarnos un poco —continuó—, si quiere puedes sentarte. 
     Siempre me había molestado la impuntualidad, pero en esta ocasión era lo de menos. 
     Aproximadamente veinte minutos después, un grupo de ocho personas subimos a la combi mientras que otros cuatro saldrían luego en una camioneta. Con el alma tranquila pero la mente inquieta, el sonido del motor anunciaba el inicio de un futuro incierto....

***

     Cinco días pasaron rápido. La realidad del asunto es que no fue nada de lo que yo esperaba, a decir verdad, jamás pasó por mi cabeza que las cosas serían de tal modo: Al final la suma ascendía a diecinueve personas —si no mal recuerdo— que compartían un mismo espacio. Todos ellos con una particularidad insólita, pero con el mismo placer por la Biología. Diecinueve biólogos que sabían del trabajo en equipo y también de la individualidad, que sabían de ocupaciones y también de relajación. Sabían de esfuerzos, batallas, tormentos y metas, sabían la vida con alcohol, tatuajes y alguna que otra droga. Ilse y su manera peculiar de saberla atractiva; Bere y su fe católica; Tania, la chica de los dreadlocks y personalidad de hierro, magnética, seductora; Aida misteriosa; Donagy y sus labios carnosos; mi asesora 'Meli' con su voz aguda y alegre; su hija y la belleza de la juventud adolescente; Sandino afable, benévolo, seriedad festiva; Bruno enigmático y secreto; los tres chicos que laboraban aparte, entre ellos Magda y su dulce voz, su afinidad en el canto y la belleza floklórica; Ruth y su esposo, un gran dúo y a la vez desigual; Isabel, tan discreta en acción pero tan llamativa en belleza... Pero de todos ellos, hubo 5 individuos que llamaron especialmente mi atención: 
  1. Mariana Cano: Identidad única, sin copias ni clonaciones. Un tanto vulgar y no obstante, con la gracia de quien vive para borrar los errores, los problemas y bajones.
  2. Natalia: ¿Acaso es posible encontrar mujer más tierna? Dotada de una lindura divina, labios coquetos y voz suavecita, que penetra hasta la oscuridad del ser y lo llena de luz. Delicada, sublime, una presencia extranormal, casi fantástica. A ratos callada a ratos bromista, con la inocencia a flote y los ojos que te absorben en un sueño quedo, melódico.
  3. Esteban: Un niño disfrazado de maestro. Con la infantilidad y la alegría que requiere el mundo. Un punto medio entre madurez y niñez, en donde la vida parece ser encantadora sabiéndola tratar. Un colega más dentro de este ejército de soldados que buscamos la felicidad global aún sabiendo que es una simple utopía...
  4. Linda Mariana: Dientes pequeños como de elote, elaborados por los dioses para traernos a nosotros la sonrisa más exquisita que pueda existir. Risueña, de ojos pequeños, morena. Mujer servicial, trabajadora, llena de un no sé qué que alborota y tranquiliza al mismo tiempo. 
  5. Este último, es un individuo en plural; pueden llamarle "Los románticos de Caderyta" o "Los tormentosos", da igual porque todos son uno, ángeles y demonios, luchas y organización, pasión y cansancio, vida y muerte. Ellos decidieron llamarse así, en un día cualquiera, con personas cualquiera, pero con intereses comunes. 
     Ellos, ellos saben mucho del estudio científico de la vida. Ahora una nueva pregunta surge en mi cabeza: ¿Qué tanto saben de la realidad? 






sábado, 11 de junio de 2016

«Ven, seremos»

—Es curioso como la vida se encarga de colocar imposibles en nuestro camino. Más curioso aún es saber que estamos dispuestos a tomarlos. O eso sucede conmigo, al menos. 
     —Sí, no hay placer en lo posible, En lo posiblemente inmediato, quiero decir... ¿Lo harás? 
     —Puede ser, aún no estoy decidido. La verdad es que hay algo que no termina de atraparme. No sé si estoy listo para aventurarme en la misión de una conquista. 
     —Nada peor que quedarse con la sensación del: «¿Qué hubiera pasado si...?»...
     —Sí, sí. Ya sé. Esta noche queda decidido, lo prometo.  
     —Más te vale.
     —¿Te veo mañana?
     —Como siempre. 
     
     La realidad del asunto es que ya había tomado una decisión. Le enviaría una carta sin esperar nada de ella. Es decir, con la esperanza de una respuesta, pero sin la convicción de que sucediera. Al llegar a casa hice todo lo que debía tan rápido como pude, y al dar las ocho, mandé un mensaje a Raquel para confirmar mi sentencia. Después, tomé un cuaderno y comencé a escribir: 
     
     «"Puedo darle un origen a nuestros nombres.

     Aún no puedo darles un destino".

—Carlos Fuentes»
     Tengo cierta manía de iniciar siempre un escrito con alguna cita literaria, aunque no siempre tengan que ver con el contenido. Como no tenía mucha idea de cómo comenzar, decidí dar inicio con lo que esa misma tarde había hablado con Raquel:

 «Es curioso como la vida se encarga de colocar imposibles en nuestro camino. Más curioso aún es saber que estamos dispuestos a tomarlos. O eso sucede conmigo, al menos. 
     Nunca había había escrito una carta que tuviera que enviarse por correo. Sólo lo hice una vez en la primaria; pero el buzón estaba dentro del salón, y el cartero —un compañero de clase, que además era mi primo— tenía como labor entregar y recoger cartas de cada mesa. ¿No suena demasiado estúpido? Ni modo, así lo voy a dejar.  Era divertido e interesante, pero de ahí en fuera, no estoy familiarizado con la repetición del detalle.  ¿Es que acaso la costumbre epistolar se ha perdido? O quizás simplemente ese mundo me ha permanecido ajeno (hasta ahora). 
     En fin, no estoy aquí para explicarte los antecedentes de esta carta, sino el porqué de ella.
     Pues bien, aunque sé que mucho ya lo conoces, aún así quiero explicarte un poco de lo que en mi mente acontece: En efecto, mi gusto por ti no es cuestión de personalidad. ¿Se escuchará demasiado agresivo? Pero no puedo mentir, así se queda. Cómo tú lo has dicho, prácticamente lo único que conocemos el uno del otro, es tan sólo el nombre, la etiqueta. Y bueno, específicamente lo que me gusta de ti es tu rostro —un mero placer físico—. Te cuento, noté en tus ojos el encanto infantil de saberlos deseados, en tu sonrisa la descarga electrizante de un hechizo y tu nariz... hmmm... es perfecta. Sí, sí, perfecta. Así, no más. Sonará absurdo pero es lo que más que gusta de ti, la nariz. Qué tontería, definitivamente soy un tanto patético. 
      La vida está llena de coincidencias, algunas provocadas y otras accidentales. El verdadero misterio está en saber si es obra de algún dios, del destino o de nosotros mismos (Yo sor partidario de esto último). La vida, en esta ocasión, se encargó de hacernos conocidos apenas perceptibles, como un susurro; pero también nos dio tiempo, para hacer de esta "coincidencia imperceptible" una "casualidad ruidosa y cicatrizante", llena de grandes recuerdos, de preciosas remembranzas.
¿Y si obstáculos se presentan? Venceremos. ¿Y si los celos nos carcomen? Venceremos. ¿Y si tu padre no me acepta? Venceremos. Venceremos todo lo que nos plazca, al demonio mismo si así lo quieres. Sólo tienes que confiar en mí, y echar raíces. 
  Ven, seremos. Después te cuento qué...»