domingo, 22 de mayo de 2016

Aquí estamos.

«Así estamos, cada uno en su orilla,
sin odiarnos, sin amarnos, ajenos».
-Mario Benedetti


Aquí estamos, con las miradas contrarias, los horizontes opuestos y las palabras escondidas. Existe una línea imaginaria que separa nuestros mundos: la indiferencia. Nos damos la espalda buscando encontrarnos, y mientras nuestros corazones aclaman una media vuelta, nuestros ojos cegados permanecen en una terquedad insana. ¿A dónde planeamos llegar? Basta con dar un pasito en retroceso para impactar con lo imposible, lo inesperado, lo anhelado. 
     No hay que huir. No hay que desistir. La felicidad está más cerca de lo que parece. Sí tan sólo un poco de valor atacara nuestros cuerpos, sólo eso bastaría para iniciar una guerra que promete culminar con una lluvia de misterio enternecido. Un poco de sangre en la batalla. No más. Un poco de sangre, un poco de furia, un poco de violencia no le viene mal al preludio de un futuro incierto. 
     Antes de comenzar el juego, debemos conocer las reglas.
     Aquí estamos, y aquí estaremos si no hacemos algo pronto. Creo que por esta vez, mirar hacia atrás no resulta ser mala idea. Echa un vistazo y verás. Pero por favor, no esperes que yo haga todo el trabajo. La cobardía es un asunto del que muchos presumen, incluyéndome. Así que no pongas en mis manos el peso de una unión, más vale actuar juntos. ¿Te digo algo? El tiempo y la distancia son dos cosas que o juegan a nuestro favor o se convierten en nuestro peor enemigo, y en esta ocasión pueden terminar por sabotear las oportunidades.
     ¡Vamos! ¿Por qué resulta tan difícil girar hacia la lucha? Con las miradas como puños y los besos como balas, no necesitaremos de paz que calme nuestras almas. Luchemos, que la vida se nos acaba. Luchemos porque las caricias lo piden. Clávame palabras en el pecho. Coloca recuerdos en flechas, las flechas en arcos y el blanco en mi frente. Dispara hasta que mi mente esté llena. 
     Seamos todo menos cobardes. 
     Ya basta de valentías quebrantadas. Que si algo requiere el amor, es la osadía de quererse juntos. 

     Aquí estamos.
     La pregunta real sería: ¿aquí seremos?




domingo, 15 de mayo de 2016

Música para mis delirios.

«Ellos dos formaban uno. Ella dejaba que él la tocara 
y en agradecimiento por sus caricias y por su amor
daba sonido para que él cantara al aire»
-Melany López



     Mujer cadencia. Mujer armonía. Mujer ritmo. No tema de mí. Acérquese pasito a pasito, de puntillas, y deslice ese vestido que le estorba a este instrumentista para tocar la mejor melodía de todos los tiempos. 
     Vamos, deje que le muestre. 
     Si usted me lo permite, quiero invitarla a hacer del tacto el arma más poderosa, y del sonido los gritos de guerra, de amor, de consuelo. Mi intención no es más que musicalizar los ecos de su espíritu. 
     Por favor. Deje que toque las cuerdas de su alma hasta derretirla en sinfonías, y permítame ser la clavija que acomode las tensiones innecesarias. Si usted me concede el privilegio, besaré su cuello, aumentaré las teclas en su sonrisa, haré que su cuerpo murmure y emita silbidos de alegría. Deslizaré mis manos por sus costillas, lenta, apasionadamente, hasta llegar a las efes de seducción. Y la tomaré por la cintura: mujer guitarra. Y la estrujaré con fuerza, tanta que su madera fina quedará hecha pedazos —el precio del querer—. Si Dios lo permite, acariciaré su puente, y mis labios recorrerán su extensión con resonancia poética. Reposaré sobre su mentonera. Dejaré atrás las cubiertas y me adentraré en el son de lo infinito. 
     No busque más. No hay mejor gramófono que el amor. 
     Usted, mujer saxo, tiene el jazz que requieren mis tormentos.
     Usted, mujer armónica, tiene el blues que calma mis desgracias. 
     Señorita batería, es dueña del rock'n roll que impulsa mis rebeldías. 
     Niña trombón, soul de mis tristezas. 
     ¿Y qué si el mundo no se cura con tarareos? 
     ¿Y qué si las heridas no sanan con cantares?
     La música alegra, y la alegría enloquece. Y de la locura nace el cariño y en el cariño se cría la música de mis delirios. Te crías tú. 
     Toma mi mano, porque la vida acaba cuando el último soplo de trompeta se desvanece...
      








viernes, 6 de mayo de 2016

Corbatas azules.

—¡Hey, hey! Espera. Ponte tu corbata azul.
     —Por supuesto.
     Una vez hecho esto, nuestro viaje comenzó.
     —Afuera, en un mundo que ya no existe, todo es silencio. Tu corazón palpita, el viento golpea y tus ojos siguen observando. ¿Qué ves?
     —Las nubes moviéndose, los árboles moviéndose, el agua corriendo... Y a ti. 
     
     Era una cabaña grande, grande. La señora que vendía cuarzos no estaba esta vez, gran detalle de su parte. «Me gusta ir porque es muy bonita», me decía ella, «...Y está rodeada por... hmmm... una especie de río que se desborda ligeramente». Su voz sonaba cálida, indefensa y enternecida. «...y va formando... hmmm... pequeñas líneas de agua por todas partes...». 
     Sin importar que nuestras ropas pudieran mojarse, nos sentamos a orillas del Río. Por encima de nosotros, las nubes se mudaban, los pájaros se quedaban, y los universos se detenían. 
     Las notas musicales de una guitarra lejana comenzó a escucharse, al son de una letra que ambos conocíamos a la perfección; «Fuimos a hacer el amor, y parece que volvimos de la guerra», comencé a cantarle al oído. Sentí como su piel se envolvía en escalofríos y me pedía a gritos un abrazo. «Rompamos juntos la barrera del sonido», yo; y ella, al fin reaccionando: «...cuando el gemido se coma el ruido»
     Casi sin sentirlo, una lágrima caía por su mejilla derecha. No era una lágrima de tristeza, sino de alivio. Una lágrima revolucionaria que, harta de vivir oprimida por la fortaleza de una guerrera, decidió escapar. Una lágrima distinta a las demás, como ella. Única, incomparable, infinita. 
     —Me gusta cuando sonríes, es como entregarse a plena voluntad a una demencia celestial. 
     —Me gusta cuando me hablas, porque me haces sonreír—susurró con coqueta sencillez. ¿Podemos ir adentro? —continuó—. El frío me está matando. 
     —Claro. 
     El olor que desprendía la naturaleza de la cabaña resultaba exquisito, dulce, seductor , aventurero. Ella preparó dos tazas de café y, junto con unos panecillos, nos sentamos a un lado de la ventana. La lluvia había comenzado, ligera y embriagante. A cada sorbo y a cada mordida, el tiempo se iba agotando. Las campanas repiquetearon como anunciando el final de una pequeña inmortalidad y nosotros, bajo el cobijo de unas sábanas blancas, cerramos los ojos. 
     El vapor del café, las migajas de pan y la nube gris del cielo fueron testigos de lo que después sucedería:
 «Imagina que no estás imaginando», le dije. Mientras que en nuestra realidad alterna, lo único que quedaba en nuestros cuerpos, eran ese par de corbatas azules.