miércoles, 20 de enero de 2016

Placer desconocido.

     «De los medios de comunicación en este mundo tan codificado con internet y otras navegaciones, yo sigo prefiriendo el viejo beso artesanal, que desde siempre comunica tanto»
-Mario Benedetti.

     Sentada en una banca, parecía estar muy concentrada en algo.
     Tenía el cabello recogido hacia atrás, con una cola de caballo al final; unos lentes cuadrados y los labios pintados de un rojo vivo. Vestía un escote que dejaba ver sus pechos un poco más de lo debido, y una falda que exhibía unas piernas bastante coquetas. El aire oficinesco que presentaba era espectacular, atractivo, me atrevería a decir que un tanto erótico.
     En cuanto me vio, hizo un gesto para que acudiera a su encuentro.
     —Hola, ¿cómo estás?— dije, con naturalidad.
     —Muy bien, ¿y tú?
     —Bien. Teniendo la dicha de poder verte, no podría estar mejor.
     Sus mejillas se pusieron coloradas y bajó la mirada, sin poder evitar sonreír.
     Comenzamos a platicar; que el estudio, que el trabajo, que tal amigo hizo esta graciosada y que tal otro era un traidor. En fin, todo un manjar de cotidianidades.
     Hubo en brevísimo instante en que desvié la mirada y topé con su cuello, al descubierto. Un pequeño lunar se asomaba, tan tentador como manzana del paraíso.
     Quizá por inspiración del lunar, o tal vez por mero instinto, me acerqué hasta su cachete derecho y le di un beso, delicado y pausado.
     —¿Pasa algo?— me dijo con timidez.
     —Nada. Es sólo que me encantan los besos en la mejilla.
     —¿Por qué?
     —¿No te parece increíble? La sensación de sentir unos labios que te incitan a la perversidad y sin embargo, te dejan en el deseo, hasta martirizarte de placer. A veces prefiero un beso así, conservado en la utopía, porque te inundas de imaginación, de esperanza. Es una dulce ficción. Pero hay un beso que me corta la respiración y me desprende el alma...
     Acerqué mi mano hasta su boca, y señalé el lugar fulgurante:
     —Un beso aquí, en la comisura de los labios, es motivo de autodestrucción, de condena, de corazón que deflagra hasta dinamitar.
     De algo estaba seguro: ella y el silencio guardarían el secreto. Nos miramos. Y con decir que nos miramos quiero decir que hicimos todo; nos callamos, nos gritamos, nos besamos, nos acariciamos, volamos, estallamos y volvimos a nacer.
     Con mi mano sobre su rostro, nos fuimos aproximando hasta que, a menos de un centímetro de distancia, ella se dio vuelta.
     —No puedo corresponderte. ¿Sabes? Aún sigue abierto el corte de aquél amor. La llaga de mi corazón continuo viva, ardiente y dolorosa.
     —Dicen que un clavo saca a otro clavo— declaré, arrepintiéndome al instante. Pero no es verdad. Yo también tengo un clavo enterrado en este cuerpo de madera. Así que tenemos de dos, o decimos adiós a esta oportunidad y dejamos que ambos clavos se sigan hundiendo, o nos dejamos de tonterías y nos tiramos al precipicio. ¿No crees que es hora de desprenderse de ese clavo? Calcinemos nuestros cuerpos hasta volverlos cenizas. Desintegremos nuestro espíritu en una llama de cariño y hay que hacer arder nuestras entrañas de pasión. Sólo así podremos quitar ese clavo, sin que deje rastro ni cicatriz. Entreguemos todo a los fuegos de seducción, y verás que aunque el tiempo pase, el nuevo amor se queda.
     No dijo nada. Nuevamente tomé su rostro y de a poco me acerqué. Besé su frente, sus ojos, resbalé hasta el extremo de su mejilla derecha y comencé el viaje: Pequeños besos de separaciones milimétricas y acompasadas construían un camino hacia el estrago. Besé su piel cálida hasta topar con el final del túnel misterioso... Mis labios chocaron con el borde de los suyos, no cabía duda, en verdad todo extremo es peligroso.
     Una distancia pequeña, casi inexistente, bastó para que nuestros ojos se encontraran y se observaran compasivos, a sabiendas que a partir de entonces se habían vuelto cómplices, amantes, guerrilleros.
     Y nuestras bocas se juntaron. La suya era jugosa y blanda; la mía una simple esclava en sumisión.
     Fue en ese beso, en que ella parecía desprenderse de todo, de recuerdos marchitos, de rosas olvidadas, de un corazón inerte, de estigmas desoladores.
     Sí, ella había resurgido.
     Era un placer desconocido. ¿Acaso sería el amor?


viernes, 15 de enero de 2016

Epitafio.

     —¿Te parece que aún tengo fuerzas?
     —Por supuesto abuelo. 
     —Pero estoy a punto de morir.
     —Entonces no hay tiempo que perder. ¿Acaso no merece el amor de tu vida ese último suspiro? Y más importante aún, ese, tu último suspiro, merece quedar pactado en un beso.

     Quité la sarta de cobijas que lo envolvían y lo ayudé a levantarse. Era lento, pero parecía decidido. Con gran esfuerzo lo coloqué sobre una silla de ruedas vieja y malgastada, pero suficiente para transportarlo hasta el automóvil. Era un lejano Cadillac, bien conservado, auténtico. 
     Pisé el acelerador, señal de que una gran travesía había comenzado.
     —En este mismo auto tu abuela y yo viajamos hasta el cansancio— me decía, con una voz pausada pero enérgica. Compartimos tantos paisajes, tantas aventuras, pero ninguno tan espectacular como el largo viaje de camino a su corazón. Hasta el día de hoy no he logrado comprender cómo es que logramos vivir tantos años juntos, y más aún, cómo es que si soportamos tanto, desistimos en el intento. ¿No te parece una barbaridad? Nos queríamos como no puedes imaginarte. Pero a veces el amor no basta. A veces no basta un simple (¿o complejo?) acto de complicidad, ni las caricias enervantes ni las noches bajo las estrellas. No siempre se puede hijo, aunque lo intentes todo. ¿O acaso no lo habremos intentado todo? Vaya uno a saber. 
     —Todavía no era todo, abuelo. ¿Se da cuenta? Este último episodio de rebeldía y amor loco es el as bajo la manga, 
     —Y no sabes cuánto te agradezco, hijo mío. ¿Sabes? Amarla siempre fue un peligro. Topar con sus ojos significaba quedarte inmóvil, casi inerte. Sentir uno sólo de sus besos equivalía a múltiples noches de insomnio. Pero de todos los pecados, tomar su mano era el peor: desde ese instante te volvías prisionero a voluntad, no había salida. Tomar su mano era implosión, sumisión y lascivia. Era conocer el firmamento, tocar las nubes y arder en el infierno. 
     Sus labios se cerraron. De pronto su mirada estaba en la ventana, buscando algún lejano horizonte de recuerdos. Una sonrisa solar iluminó su rostro; estaba más vivo que nunca. El viento le golpeaba el rostro haciendo vibrar sus arrugas, los ojos se le entrecerraban con cómica alegría y sus dedos chocaban con sus piernas al ritmo de la fantasía. No dijo ni una sola palabra más en todo el camino, y sólo pronunciaría un par de frases más antes de despedirse del mundo...   
    Treinta minutos duró el viaje y tan sólo quince segundos el golpe bajo. La abuela se había ido, sólo por un tiempo. se había enterado de la muerte de su esposo y no quiso saber nada más. No quería presenciarlo, porque en el fondo también lo seguía amando, también destrozaría su alma. Era difícil creerlo, era una decepción increíblemente dolorosa. Pero al parecer el abuelo no estaba de acuerdo, son una voz que indicaba menos resignación que victoria, dijo:
     —¿Te acuerdas de los atardeceres de tu infancia? Quiero que me lleves a ese lugar, por favor. 
     —De acuerdo.
     Por alguna razón se mostraba tranquilo, en paz. Todo el camino estuvo callado pero con la misma sonrisa pintada. Al llegar se bajó del auto sin esperar mi ayuda, y se recargó sobre él. Y se quedó ahí, observando unos discretos arreboles. «Seguro que en algún lugar de este cielo se están encontrando. Están rezando por el bien del otro», pensé.

*

     Sí, el viejo se murió a la mañana siguiente y vivo en la seguridad de que se fue contento.
     Tengo una leve sospecha de qué era lo que intentó decir en su epitafio, y me parece que no puede haber mejor descripción del amor:
«Lapsus linguae: Me muero. Perdón, quise decir Te quiero»


viernes, 8 de enero de 2016

Me gustas.

     Shhh...
     Escucha;
     Atendiendo a un llamado de euforia recalcitrante, debo hacer una simple y sencilla confesión: Me gustas.
     Y aunque el corazón me palpita al borde de la explosión, intentaré explicarte por qué.
     Siendo sinceros, me gustas primeramente por tu rostro y tu cuerpo. Un rostro de facciones afiladas y apetitosas; labios cautivadores, ojos pizpiretos, sonrisa de diabla y mirada paralizante. Es curioso, pero lo que más me gusta de tu cara es la nariz, con esa finura estética y respiración cálida que me debilita y me pone en sumisión;
     Un cuerpo registrado en mi memoria aunque sea superficialmente. Con tu cuello conquistador, tus senos magnéticos, tu abdomen plano y tu cintura pretenciosa. Sin duda —espero no ofender con esta vulgaridad—, tus nalgas gozan de una perfección divina, ¡Y tus piernas, el lecho necesario para estos días de invierno!
     Por supuesto, no todo es puramente carnal.
     Me gustas porque en tus abrazos encuentro el refugio indispensable para mis días de desolación. Esos abrazos que transmiten vida y ganas de volver a la guerra de la cotidianidad humana. Esos abrazos que, en tan sólo unos segundos, extinguen el dolor y encienden el corazón.
     Me gustas por tu alegría que, aunque relativa e imparcial, se contagia, se expande y en ocasiones se esfuma en las lágrimas que me has confiado.
      Finalmente, me gustas porque lograste tener mi confianza. Me gustas por la comodidad que me brindas, los silencios, las miradas de complicidad, el misterio...
     Sí, mujer, me gustas. Y aunque las razones son quizá más profundas y extensas de lo que aquí te explico, es lo que mi nerviosismo puede redactar.
     Si así lo prefieres, quédate con el simple y sencillo "Me gustas", que es, a final de cuentas, lo único que quería decir.
     Me gustas.
     Me gustas.
     Me gustas.

     Y aún cuando tu semblante me mantenga exaltado y enloquecido, no estoy enamorado de ti. Todavía...