Su recuerdo no es más que una silueta de colores, que cobra vida al ser plasmada en blanco y negro. Por alguna razón en mi memoria ya no figura su rostro; he olvidado que en sus ojos podía ver la creación y la extinción del universo al mismo tiempo; he borrado los restos dulces de sus labios sabor euforia y los restos agrios de su boca sabor tristeza; he dicho adiós a su nariz y su respiración tibia y placentera.
Pero aún hay algo que conserva sus raíces, no en mi cabeza, sino en mi pecho, dentro, anclado hasta el fondo de mi sentir: Es su cabello cayendo sobre su espalda. Es su espalda cayendo hacia el cielo. Es el cielo cayendo hacia un terreno prohibido, terreno que habité y me condujo al infierno en el que ahora vivo: el infierno de su ausencia.
Aquellas aves vuelan ante mí cual demonios al acecho, y la solución es enterrarlas en un ataúd, no importa si estoy adentro...
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