viernes, 15 de julio de 2016

Muerte y transfiguración.

«Un día por accidente paré
y esperé que la luna también.
Pero no eres luna de esta tierra
mucho menos de mi mundo»
-Axel Anael

La muerte le sentaba bien. 
     No hacía más que estar ahí, sin hacer nada, y eso bastaba para saber que no volvería más. Tenía una sonrisa que perturbaba a todos los presentes, tan singular e inmutable que parecía seducir con intención premeditada. Los cabellos bajaban por su espalda, en espirales cada vez más bellos y castaños. Una blusa blanca de estilo tradicional discreto dejaba al descubierto unos hombros claros, tan coquetos como esa última mirada que brindó en el respiro final de su existencia.
     Murió sin dejar rastros. Murió desamparando testigos. 
     El grito caluroso de los Cuatro vientos anunciaba su llegada y su despedida. Ella sin moverse, sólo desapareciendo. ¿A qué hora, en qué lugar, qué día tendría la dicha de un reencuentro? Quizá en algún día de mi niñez donde solía ser valiente, donde no había vergüenzas ni arrepentimientos. Entonces pasaban cosas. Ahora suceden menos. 
     En fin, ella moría y yo agonizaba. De rabia y de impotencia se van las mejores cosas. Con el corazón aullando y las fuerzas retenidas me di por vencido. Subí a la camioneta y la vi alejarse estática. La muerte le sentaba bien. Lucía aún más dulce y alegre que hacía unos segundos. No entendía como podía reír sabiendo que nos dejaba sin conocerla. Sin un nombre al cual recordar, sin un beso al cual extrañar, sin una anécdota con la cual trasnochar. Vaya fortuna para el mundo de los muertos, ella estaría allí. 
     Una tregua concluyente sucedió al pasar a su lado. Cinco segundos: tiempo de gloria. El ruido quedo del motor declaraba que ya no había oportunidad en el espacio. 
     Era el final de su vida pero el principio de una transfiguración. Ella, ella no estaba muriendo. Sólo era la metamorfosis. Ella se convertía en Dios...



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